Nací el 17 de febrero de 1989

 Nací el 17 de febrero de 1989. Mi padre, Víctor, y mi madre, Raquel, estaban muy preocupados, ya que nací dos meses prematuro. Me tuvieron una semana y tres días en la incubadora; y, al parecer, no fue suficiente. Me llevaron a casa junto a mi hermana mayor, Blanca, que parece ser que, cuando descubrió mi par de ojos azules, y los comparó con sus pequeños ojos negros, no dudó un segundo en intentar arrebatármelos. Probó todo tipo de técnicas: pegarme los párpados con celo, con una barra de pegamento... Pero nada sirvió; mis ojos seguían tan resplandecientes como siempre.
            Vivíamos en un país en el cual, los ojos azules, se consideraban un símbolo de riqueza y suerte en el futuro.
            Pasaron tres años desde el día de mi nacimiento hasta que Blanca dejó de intentar cambiar mis ojos.
            Empecé las clases en un colegio público llamado: “Colegio de la igualdad”. Desgraciadamente, su nombre no tenía nada que ver con lo que pasaba en él. Había niños de todas las razas: colombianos, africanos, chinos... Incluso había algún español. Pero ningún alemán. Todos los niños me tenían envidia por mis ojos y no querían estar conmigo; todos menos uno. Este se llamaba Charlie.
            Charlie era moreno y muy bajito. También era, quizás, la persona más justa que he conocido. Su padre era judío, y su madre, americana protestante.
            El abuelo de Charlie había sido perseguido por los nazis e incluso había trabajado en un campo de concentración. Cada vez que yo iba  a casa de Charlie, me lo pasaba genial escuchando las “batallitas” de su abuelo.
            Un día, Charlie vino a clase pálido como la nieve y sin expresión alguna en la cara. Me contó que, el día anterior, murió su abuelo. Yo no sabía qué decirle; claro, tenía cinco años. Pasaron unos días hasta que Charlie se calmó. Pero lo que yo no sabía era que lo pero estaba por llegar. La semana siguiente, mi madre cayó enferma. Ella me decía que se había constipado; y yo, inocente niño, me lo creía. No me preocupaba, pues un constipado lo tenía cualquiera; hasta que, dos años después, descubrí que no era simple constipado. Era el temido: CÁNCER. Mi madre, murió a los dos meses de mi hábil descubrimiento. Fue una etapa dura; pero, con la ayuda de Charlie, lo superé.
            Charlie era mi mejor amigo. Pasaba todo el tiempo con él. Jugábamos, reíamos... e incluso teníamos un escondite secreto. Este escondite se trataba de una especie de cueva, pero mucho más acogedora, estaba cubierta de hiedra. Una hiedra verde que le daba a la cueva un toque cálido y familiar. Allí pasábamos la mayor parte del tiempo. Hasta que, un día, cuando llegamos allí, vimos la cueva demolida.
            Había sido obra de unos chicos mayores a los que, la gente del pueblo, llamaban skins. Iban siempre con motos y vestían de negro. Charlie me decía que tenía miedo de ellos porque, según él, le odiaban por ser su padre judío.
            Un día, Charlie, me invitó a merendar a su casa. Cuando llegué, vi que la puerta estaba abierta. Todo estaba desastrado y roto. Escuché unos lloros en la cocina. Cuando entré, vi a la madre de Charlie llorando desconsoladamente. Yo tenía la vista nublada, veía que su madre sostenía algo entre sus brazos. Al poco tiempo, me di cuenta que era Charlie. Tenía una mancha de sangre, en el mismo sitio. MI cerebro no quería creerse lo que sus ojos veían. Era la imagen que, ahora, se me repite cada noche en mis sueños.

            No me cabe duda de que, aquel día, fue el último de mi infancia.

Begoña Contell Gonzalo, 2º ESO B.  Primer premio. Grupo A

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