La Biblioteca

Lo que portaba en su bolsa, era algo por lo que podrían encarcelarlo, o incluso matarlo. Caminaba despacio, tranquilo, sin preocuparse por aquel objeto que ocultaba bajo la capa. Entre los edificios majestuosos, altos y cubiertos de pantallas gigantes y luces de neón, caminaba él. Arry se ocultaba de la sociedad, pues odiaba cómo era el mundo hoy en día. Era un mundo habitado por robots, por personas que decían lo que les decían que debían decir, y pensaban como les decían que debían pensar. Solo se preocupaban de cosas simples, nunca alzaban la voz. Nunca imaginaban. La electrónica, la televisión, y demás basura les había convertido en autómatas a todos.
No- pensó Arry- nunca es a todos...” Llegó a una gran avenida y caminó entre toda aquella multitud. Los observó. Toda aquella gente le parecía exactamente igual. Con vestidos estrafalarios con tubos eléctricos y demás, a Arry se le antojaban como meros bufones. Siguió hasta el final de la avenida y se metió por unas callejuelas. Entró por una puerta entreabierta, subió unas escaleras y llegó a una azotea. Contempló con gesto triste lo que era ahora la humanidad. Saltó al edificio que tenía al lado, abrió una trampilla y bajó. Salió del otro edificio y encontró algo que nunca imaginó que estuviese allí.
- Arry D. Johnson. –dijo el policía nada más verle, como si le estuviera esperando durante mucho tiempo- estás detenido. Has quebrantado ocho leyes, en las que se te acusa de hurto, allanamiento de morada, posesión de objetos ilegales…
- Sí, sí, y no me arrepiento de nada. –dijo con la más absoluta tranquilidad- Venga, usted puede detenerme. Puede. Conseguirlo es algo diferente.
El policía sacó un arma, y antes de que apuntara, Arry lo derribó de un empujón. Le cogió, con la agilidad de un gato, el arma, por precaución, y huyó calle abajo. Corrió, giró por diversos callejones, saltó un muro y dos verjas, y finalmente llegó a su destino. Tocó la puerta de madera y esperó. Al cabo de unos minutos, apareció un hombre bajito con bigote, y le dejó pasar sin mediar una palabra.
Caminó por los pasillos de esa casa, llenos de libros de todos los tipos. Aquel día había muy poca gente en ese lugar llamado la Biblioteca. Era la última que seguramente quedaba en el mundo. Fue hacía su mesa, iluminada por una exótica lámpara y se sentó en su silla. Abrió su bolsa y sacó aquel ejemplar que llevaba consigo siempre. Lo depositó en la mesa cuidadosamente y admiró y leyó dos o tres veces su maravilloso titulo: “Don Quijote de la Mancha.” Se acomodó, abrió el libro, y practicó esa acción placentera que, en ese mundo de autómatas, casi nadie practicaba: leer.

                                                    Marc Cubells, 3º ESO A Segundo Premio. Grupo A

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