UNA AMARGA VICTORIA



Esta es la historia de cómo un niño vio desaparecer su infancia para nunca volver. Robert vivía en un pequeño pueblo francés cercano a los Alpes. Su familia tenía una granja muy humilde, gracias a la cual Marie, su madre, había podido sacar la familia adelante desde la muerte de su marido en la guerra. Tristemente, había quedado viuda con cinco hijos a los que sustentar. Estaban en pleno siglo IX, y siendo mujer, poco podía hacer. Pero era una luchadora y aunque pasaban penurias, nunca les faltaba algo que llevarse a la boca. Con once años Robert era el mayor de sus hermanos y también el más tranquilo. Disfrutaba de los sencillos placeres de la vida campestre y de cuidar de sus hermanos.
             Pero nada se podía comparar con la inmensa paz que le embargaba en la soledad, dando largos paseos  por el bosque. Observaba las sombras que se proyectaban cuando los rayos del sol atravesaban las copas de los árboles, las mariposas volando de flor en flor, los conejos sacando por primera vez a sus crías de las madrigueras, las frutas madurar impregnando con su olor todo alrededor.  ¡Oh, había tantas cosas a las que prestar atención! ¿Pero, no te he hablado de los sonidos? Robert se maravillaba escuchando el viento meciendo las ramas de los árboles, un depredador persiguiendo hábilmente a su presa, la lluvia resbalando de hoja en hoja y de flor en flor hasta llegar a la cada vez más húmeda hierba. Tenía un excelente oído y estaba convencido de que si algún día el bosque se mantuviera en silencio, podría escuchar los latidos de su propio corazón.
            Aunque, sin lugar a dudas, su momento favorito era el despertar del bosque, cuando el sol aún se asomaba tímidamente entre las colinas. Pero desgraciadamente pocas veces había presenciado el amanecer en el bosque ya que solía ayudar a su madre a ordeñar a Molly, la vaca cuya leche bebían y vendían. Todo parecía inmutable para él. Cada día repetía una misma rutina inquebrantable. Hasta que algo cambió. Estaba vendiendo leche en el pueblo cuando el pregonero anunció algo terrible: Francia había entrado en guerra y por orden del rey todo varón capaz de empuñar una espada debía combatir.
             A  partir de aquel momento todo le había parecido un sueño, una pesadilla, del cual en algún afortunado momento despertaría, pero no fue así.  Cuando reaccionó se encontró viajando a la capital para ser armado y posteriormente entrar en batalla. Había dejado todo atrás, su familia, su hogar y su amado bosque. Pero la llama de la esperanza no se había apagado dentro de él. Le hicieron montar en un caballo que no era demasiado grande, pero poseía una rapidez y una agilidad envidiables. Lo llamó Patrick y se convirtió en su fiel amigo, su único apoyo emocional en aquel infierno.  Aún no había entrado en batalla pero cabalgaba hacia una ¿cómo se supone que debía sentirse?
 Pasaron dos semanas que para él fueron una eternidad, incluso llegó a plantearse si realmente había vivido en otro lugar que no fuera aquel campamento o si solo era una vaga ilusión. Finalmente llegó y contempló lo que debía ser el infiero en la tierra. Hombres blandiendo la espada contra sus semejantes, sangre, horror, gritos, llantos, sollozos y sobre todo súplicas. En aquel momento solo pasó un pensamiento por su mente: “Hoy mi infancia ha acabado y sé que jamás volverá”.
            Robert no compartió el mismo destino que su padre; sobrevivió a la guerra, volvió a casa y con el tiempo formó una familia. Sin embargo, habiendo vivido la guerra, sabía que esta había matado algo en lo más profundo de su ser.


Elisabet Pérez, 4º A. Segundo Premio. Grupo B



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